Bruno Marcos

22 de Junio Camino solo por esta ciudad en la que he vivido los días de diario durante estos meses y al pasar debajo de un edificio que estuvo en obras y desde el que vi caer enormes escombros me desvío, aunque sé que hace tiempo que terminaron esos destrozos. Algún temor en mí me obliga a temer que algo me caiga del cielo y, de pronto, a un metro de mí desciende una rama que se estrella en el asfalto. Me paro a mirar el insólito hecho, desde la mitad de un cielo insondable, cae una rama. Al menos mide sesenta centímetros. Podría haberme golpeado con fuerza por poco. Enseguida pienso en las cigüeñas. Elevo la mirada y allí está, después de su torpeza que podría haberme sacado un ojo, sigue volando majestuosa casi a ras de tierra, lenta y estrafalaria. Enfrente está el colegio neogótico, ese edificio fantasmal entre los bloque nuevos. Se dirige hasta allí donde tiene su nido y empieza a claquetear su pico que suena a madera.

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