Bruno Marcos

31 de Diciembre Estamos obligados a despedir el año contemplando esa simplona plaza de la Puerta del Sol, con sus huestes de entusiastas que parecen los figurantes de una tradición que a nadie embelesa. Los madrileños piensan que el mundo empieza y acaba en sus calles pero sueñan con huir de ellas, no las soportan, sienten como la ciudad se vuelve más y más inhóspita, como todas, erizada de ruido.
Pienso en otras nochesviejas y, luego, en tantas y tantas noches en las que he salido no sé a qué, y me da por pensar en que, si pudiera, las borraría todas a excepción de aquella en la que la conocí a ella.
Luego, meditando más, sobreponiéndome al cansancio de tanto compromiso familiar, veo que salvaría alguna otra, aunque todas las cosas importantes que haya vivido en ellas bien podrían haberse dado en otros escenarios más bellos si el mundo tuviera la lindeza de habilitárselos a los jóvenes.
No he salido pero, ya de mañana, tengo resaca. Un cansancio colosal. ¿De qué? Quizá de todo este año, de todos los años que ya no tengo fuerzas para recordar.
Al mediodía, ya en la calle, un infame de mi edad, vaga dándose cabezazos contra las farolas, hablando a los árboles y abriendo los brazos en cruz en medio de los pasos de cebra, como si implorase al dios del tráfico rodado indulgencia para un borracho imbécil que no quiere volver a casa.
Ya lo decía Baudelaire, la resaca es un sentimiento de culpa y una vuelta al principio. ¿Culpa de qué? De haber vivido, de haber escrito demasiado. Resaca de este mismo diario que ya se nubla y se cruza en mi cabeza con otras cosas sin que pueda discenirlas. Hoy acaba. Sin pena ni gloria, todo un año día a día. Me gustaría dejar de escribir, pero luego lo echo de menos, sé que me cura.
Si os place pasad a La Ciudad Secreta.