Bruno Marcos

16 de Marzo Al iniciar una doble vida mi primer impulso es el de duplicarme, el mismo nombre, la misma edad... Siempre me llamó la atención el detalle de la película de Bertolucci. Brandon sube a una habitación del hotelito parisino que regentaba su mujer difunta y allí conversa con su amante. Resulta que la mujer infiel les había comprado a ambos las mismas zapatillas de estar por casa y la misma bata.
Pero ese afán duplicatorio desaparece en el instante en el que eres expulsado a la nueva vida. En el mismo momento en el que aparezco desnudo otros lo hacen a mi lado. Igual de desorientados esperan sin saber qué hacer. Son gentes que nacen a cada instante desde cualquier punto del planeta. En algunos segundos se compone mi aspecto: cabello, ropa, rostro... Giro hacia la izquierda y un sol metálico y frío me deslumbra. De repente uno de los neonatos empieza a correr a toda velocidad hacia la derecha y se esfuma. A mi lado nace un hombre exacto a mí, avanza dos pasos y se vuelve para encararse conmigo. Se detiene ante mi rostro. Sin saber cómo salto y en el aire cambio un elemento de mi aspecto.
Luego comienzo a caminar, sigo por el mar y por debajo de la tierra submarina hasta que quedo inmóvil entre colores incomprensibles. Más tarde empiezo a volar y me alejo tanto que quedo perdido en el aire.
Realmente lo que he hecho es empezar por el final, hacer el recorrido postrero de Truman, el único momento poéticamente hermoso de ese film, cuando navega y llega hasta el fin de su mundo, hasta ese límite cuya pintura se hace indiscernible de un cielo real hasta que lo toca. Mis dos experiencias en Second Life han sido netamente existencialistas.

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