Bruno Marcos

13 de Febrero Caminando por los arrabales, un poco más allá del cementerio de esta ciudad de destierro, veo una nave con algunos muebles antiguos, un espejo inmenso aureolado de rayos de caoba y muchos biombos, pintados a mano, con torpeza pero con profusión.
La vigilante me deja entrar de mala gana. Me observa con el ceño fruncido y me persigue entre los trastos. El sol de la mañana penetra hasta el fondo del hangar. A los pocos minutos se va hacia mí y, desde lejos, me grita con insolente tuteo: “¿Qué quieres?” Le digo que echar un vistazo pensando en que nada le importan a ella mis comercios con las cenizas del tiempo.
Como no todo eran antigüedades añado: “Estos muebles son de segunda mano, ¿no...?”. “No”. Me contesta insolente. “¿Son acaso nuevos?”. Respondo. “Sí”. Dice la muy truana y se va a internarse en la quincalla.
Al salir compruebo el cartel de tan insólito lugar y veo que se trata del mercadillo de unos antiguos drogadictos.

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