Bruno Marcos

12 de Febrero Era una tarde de invierno, un domingo, quizá de un febrero como este, sentados un tanto resacosos, como siempre, en el café del corrillo, uno de los sitios más interesantes de aquel entonces en la ciudad de la rana en la calavera, vimos salir del sótano a uno de los músicos de jazz, un hombre negro de casi dos metros, delgado, con un pequeño turbante de tela negra, más bien era un pañuelo anudado al cráneo. El Trol me comentó que tenía un nombre árabe pero que debía ser de Nueva Orleáns. Para mayor contraste recuerdo que se acercó a la barra y pidió un pincho de tortilla española. En eso me di cuenta de que, codo con codo, en la mesa de al lado, tenía a Julio Llamazares jugando una partida de ajedrez. Como hacía poco que yo había sacado un artículo sobre su poesía se lo comenté, bastante emocionado, al Trol que me retó a que le hablase. A cambio me ofrecía que él hablaría a una muchacha nórdica que por allí andaba. Venciendo mi natural retraimiento le hablé. Después de dos meses me escribió agradeciéndome el artículo que le parecía magníficamente escrito. El Trol habló a la muchacha nórdica, por unos segundos. A ella no le pareció mal, pero no tuvo más trascendencia.
En toda nuestra adolescencia Julio Llamazares fue un personaje admirado, más siendo de nuestra ciudad, todos sabían de él aunque no leyeran libros. Ahora llega el del ovni (leo en una entrevista en e-norte) y arremete contra él, sólo porque, en el País, con toda razón, se mofó de la imbecilidad de que la terremoto -esa humorista sin gracia- fuera contratada para explicar los cuadros del ovni. Dice de Llamazares cosas que no se deberían decir de nadie, ni aunque fueran ciertas.

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