Bruno Marcos

11 de Febrero En unas noches insomnes de verano, hará dos o tres años, me topé con algunos capítulos sueltos de la reposición de Los gozos y las sombras. Me fascinó esa ambientación costumbrista y psicológica: La lluvia impenitente, esos pazos decadentes, la sociedad tan estereotipada, la España de principios de siglo, un tiempo tan ido pero a la vez con tantas ganas de ser vivido por su personajes... A raíz de eso, tiempo después, nos fuimos unos días a un pazo que no tenía nada que ver con esos; estaba en la vía sacra, contaba con capilla, biblioteca y fantasma, pero era otra galicia. Descubrí, eso sí, un mundo que había sido poblado de eremitas, con bajo bosque donde perderse, y un monasterio sobrecogedor que aún me aterra, con tumbas antropomórficas excavadas en la roca donde los restos de la lluvia reflejaban el cielo.
Luego busqué el libro, sólo encontraba un volumen y la pereza... Al fin me hice regalar los dvd hace poco. Resulta que añaden una entrevista a Gonzalo Torrente Ballester en la que se pasa una hora alabándose y dándose la razón, denostando a aquellos críticos que habían entorpecido su éxito. Pensé, en el momento, que había mucho del cacique en el bueno de Don Gonzalo, de ese Don Cayetano que tenía derecho de pernada y que me da vergüenza ajena. También me producía bastante vergüenza ajena Torrente mientras veía la entrevista, ese deseo por darse la razón a los 74 años. Exactamente igual que mi padre muchas veces. No sé, seguramente todos llevaremos colgando la necesidad de ver que teníamos razón. Pero yo me había hecho otra imagen del anciano escritor. Lo vi dos o tres veces, caminando por la ciudad de la rana en la calavera, con gabardina en plena primavera y en alguna conferencia.
Yo pensaba: “Caramba con el viejito”. Sobre todo en la escena en la que Carlos Deza le regala a Clara Aldán una cama para poder dormir sola y masturbarse.
Cuenta, eso sí, una cosa impresionante para un docente, que él ganó la cátedra de instituto en el año 40 y que, con aquel sueldo, se pagaba el mejor piso de Santiago y dos criadas. 40 años después, al jubilarse, el estado había cambiado las condiciones del acuerdo unilateralmente de manera que trabajaba más del doble y de lujos nada.

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