Bruno Marcos

22 de Septiembre Lo cierto es que sí me llevó alguna vez de pesca mi padre. Lo que no sé es si fue antes o después de lo que narré ayer.
Fue una de las tardes más mágicamente extrañas que recuerdo de la infancia. Era ya tarde cuando fuimos a una orilla majestuosa del río que pasa por su pueblo. Había visto innumerables veces la caña en casa, con su carrete de manivela negra y su fuste amarillo. Él se adentró entre el follaje hasta un punto que parecía un trampolín de tierra. Como no cabíamos los dos allí yo debía esperarle detrás en un pequeño claro. Desde allí sólo podía ver su espalda y oír sonar el latigazo del sedal en el aire, un poco más fuerte al principio y leve al final, cuando el cebo caía sólo por su propio peso al agua.
Toda la superficie del río estaba llena de mosquitos que revoloteaban tocando de vez en vez un poco el agua. Sobre el silencio cada poco se oía saltar un pez. Se les podía ver perfectamente, plateados y gordos, intentando engullir cuantos insectos pudieran en la pirueta.
No tardó en sonar el carrete. Uno había picado. Yo sujeté la nasa de metal manteniendo abierta la portezuela verde hasta que cayó la pieza. Recuerdo mirar un largo rato al pez sacudirse, mover todo su cuerpo con una fuerza asombrosa que fue mermando poco a poco. Después, movido por no sé qué crueldad infantil, desplegué una navajita que tenía y le clavé la hoja innumerables veces contemplando como un rojo precioso brotaba de los geométricos tajos sobre la piel de espejo.
Al volver a la casa de mi abuela todo el pueblo estaba cubierto de una luz extraña. Seguramente era agosto, uno de los días más largos del año, porque se veían las luces eléctricas de los hogares ya encendidas, y sus interiores, mientras el cielo estaba aún anaranjado.
Curiosamente había en nuestra puerta un coche exótico, un coche francés. Un ahijado de mi padre que había venido a enmendar un error de su partida de nacimiento por el cual había tenido por nombre el mismo que mi abuela durante toda su vida, Alicia.

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