Bruno Marcos

4 de Junio Vuelvo a viajar al amanecer. Quedan tres semanas para despedirme de este exilio, al menos por este curso. Se me ha pasado volando pero un sentimiento de rencor bulle en mi fondo, como si hubiera estado en la cárcel un tiempo injustamente, siendo inocente. Recuerdo que sólo una persona me anunció que en el destierro podría encontrar algo bueno. Fue el poeta. Tenía razón. Debía haber más gente que diera consejos. Toda experiencia construye, hasta la deportación, hasta la destrucción de lo que hemos construido. Ahora recorro el paisaje no como hace meses recreándolo mentalmente con palabras sino meditando en lo pictórico que es. Pienso en cómo se pintaría cada cosa: Una aguada gris para esa neblina del horizonte. Una veladura para el fondo del cielo. Un empaste blanco para las nubes.
De pronto sale el sol redondo y naranja rebotando como una pelota sobre el horizonte recortado. Como yo me muevo con el automóvil él parece jugar a perseguirme. Se posa justo en el centro de la carretera, en su punto de fuga, y yo quedo embobado mirándolo, hipnotizado. Como es muy temprano puedo clavar mis ojos en él sin cegarme. Es un privilegio, una de las cosas buenas del exilio que me auguró el poeta, algo que me estaba vedado: Poder mirar a la cara a un dios.

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