13 de Mayo Alguien conocido me conducía por una calle tortuosa. En una minúscula plaza me esperaban. De noche. Eran seis o siete momias puestas de pie, apuntaladas, como de tierra. Sostenían apuntes de su propia ropa: Una pajarita, el trozo de una pechera blanca... Con un porte tétrico y digno me rodeaban aquellos caballeros desenterrados. En un momento dado uno me tocó en la espalda desprendiéndose de su mano un reguero de tierra. Huí. Toda la calle se asemejaba a la de Matasiete. Adelante y atrás sin salir de ella. Otro, un amigo mío de cuando niño, me hizo mirar por una ventana sin cristal, inclinada con el muro mismo en que se hallaba pendiente del aire. Detrás una ruina colosal, una montaña de escombros de lo que habría sido una ciudad inmensa.
Para salir del sueño huve que cruzar otra vez la de Matasiete, esta vez entre adolescentes que se golpeaban sin parar esquivando los impactos.
Los tres tomos de la memorias de Cansinos Assens, con su desfile de personajes ya difuntos, me pasan factura por el inconsciente.
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