Bruno Marcos

5 de Abril Durante la cena pronuncié declaraciones como que la cocina afrancesada es como el arte contemporáneo, que, ante ella, sientes que estás ante algo ridículo, insignificante y pequeño...
¿Por qué digo esas cosas? Seguramente se debe a que no soporto que todo lo que empieza como un chiste se convierta en una religión. Hay uno por ahí que va a dirigir la próxima Documenta que exclamó que el único artista de verdad ahora en España es el Bulli, ese cocinero estrafalario que la verdad es que sí, que lo que hace, más que deconstrucción como argumenta él, debe ser dadaísmo culinario. Una insensatez.
¿Cómo puede ese sujeto haber llegado a dirigir la Documenta de Kassel sino es porque la misma Documenta es ya una estupidez completa?
El caso es que, a la salida de la cena, serían las dos de la mañana, cuando toda la sucesión de folclores semanasanteros santificados por el omnipresente turismo me tenía saturado, vi una hilera interminable de capirotes blancos salir, en absoluto silencio, de una calleja a una plaza empedrada con un árbol esquelético y una luna de lobos. Pensé que debajo de cada cosa desvirtuada u estúpida puede haber alguna experiencia profunda. Una carraca rasgó el silencio mientras la sensación de terror promovía la introspección.

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