9 de Febrero Es fascinante como se pasa en esta pequeña ciudad del progreso a la miseria. En menos de diez minutos uno pasa de caminar entre bloques de viviendas confortables a callejas inmundas, en descomposición, al otro lado del río. Todavía en el puente no notas nada, aunque ya ves el tránsito de gente desigual. Te cruzas con personajes alumbrados por un foco de sombra.
Callejeamos por la margen derecha del Ebro. Todo allí pierde sus atributos y cobra los del pasado, los de la neutralidad de la ruina, sobre la que ya no trabaja el orden humano contra el tiempo sino el propio tiempo rebajando, poco a poco, el contraste con la naturaleza; la huella de un viento que desencajó una ventana o desquició una puerta.
De pronto una imponente edificación abandonada. Muros desconchados, balcones y puertas abiertas a una oscuridad que parece de materia mental. Girando en derredor observamos que la vivienda está adosada a una capilla gótica. En medio de un vano, entre los contrafuertes ennegrecidos, un balcón miserable, en los bajos una oxidada persiana metálica, como si una población de parásitos hubiera invadido aquel edificio simbólico. Acaso la misma Iglesia habría despojado a la edificación de su sacralidad y sólo quedaban las moles de piedras sin espíritu de las que aprovechar su rotunda firmeza. Ya ni eso. Las madrigueras de los parásitos parecen deshabitadas también. Ni los vagabundos se adentraban en su interior, acaso alguna divinidad esquiva encarnada en un gato la transita.
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