Bruno Marcos

21 de Febrero Estamos tumbados en la cama los dos, Darío y yo. Por un momento tenemos la misma mirada melancólica perdida en el techo. Él tendrá nostalgia de hace tres meses y yo de hace 30 años.

20 de Febrero El sobrevenido padre innúmero, antes llamado larsen y antes el de r. me comenta lo siguiente: "Parece que estás haciendo un diario para publicar en libro, le falta la espontaneidad y el humor del otro. Lo veo como más académico. Que no escriba no quiere decir que no te lea, tienes que enfrentarte a la soledad de todo escritor de diarios, estamos sin estar, como tú. Siempre a tus pies, cuervo. larsen." No sé si perseverar o decaer del diario. Mi razón me dice que siga pues el propio sobrevenido padre innúmero, aun siendo uno de los principales mantenedores de Nevermore, siempre se quejaba, que si era ácido, resentido... y luego casi llora cuando lo clausuré. Nevermore eran las cosas de uno que piensa que todo se acaba y terminó por mostrar al ser que es payaso y esqueleto, trágico y cómico. Creo que el cuervo, el payaso y el esqueleto, son a la vez las tres cosas. Lo cierto es que casi no llegan a 8 los lectores diarios del diario, no me lee nadie.

19 de Febrero Me piden algunos poemas para una antología que nada sobre internet. El sistema consiste en que los vates se citan unos a otros y así no hay jerarquías ni comisarios. Apenas me vienen a la mente cuatro, con lo poeta que yo he sido no ser capaz, ahora, de adscribirme plenamente a alguno más. Tal vez todos me gusten, en ocasiones he sido incapaz de discernir la buena poesía de la mala y he disfrutado hasta con esa que te venden los líricos vagabundos en algunos cafés de Madrid a cambio de una limosna.
Algo hay en esa antología, como en todas, de poetas enlatados, mucha ceniza, todos los restos de la pasión pasada. No sé, tal vez lo que me ocurra es que hace poco he empezado a pensar muy distinto sobre lo que es un literato, de soñar a un ser herido por la divinidad vengo a percibir un artesano de las palabras.

18 de Febrero Nadie me fascinó como él. Cuando yo tenía 10 años él tenía 27. Venía de un mundo espléndido, educado, moderno; fascinado a su vez él por la historia, la literatura, el cine, los libros..., contagiaba por doquier ese embeleso. Su biblioteca adolescente era la nuestra, su legado prematuro.
Mi madre, supongo que supo ver en él lo que había de excepcional y le protegió frente a un entorno que, probablemente, desconocía lo que era la inteligencia.
Sus escasas visitas eran un acontecimiento, una fructífera siembra que debía alimentarnos durante meses. No sé si le conozco realmente, pero en esos fogonazos basé buena parte de lo que soy, de lo que quise ser. Probablemente es mi modelo mucho más que mi padre. Cabal, culto, sensible, metafísico, encantaba, enamoraba.
Aunque creo que me aprecia, al haberme conocido desde que yo era niño, o al no celebrar abiertamente mi literatura o mi arte, no puedo zafarme de la idea de que, alguna vez, le he parecido un imbécil a mi hermano.

17 de Febrero Es carnaval. Seguimos a una comitiva de enmascarados por la orilla asilvestrada del río donde los campos deportivos dejan lugar a las arboledas y, de pronto, sobre el añil del atardecer, estalla la feria. El tren de la bruja. Coloco la sillita de Darío frente a él. Luces intermitentes, color, sonido y movimiento. Esa sobrecarga de estímulos hace que sus ojos se redondeen del todo.
El feriante, como siempre, es un tipo peculiar, alto, cetrino, con las mejillas más hundidas que he visto en mi vida. Qué rutina tan distinta a la mía la suya.
Giramos y, a pocos metros, los caballitos, los clásicos, con dos filas de estáticas estatuas congeladas en el instante en que los ponys saltan. Giran y giran, subiendo y bajando furioso, babieca, acuario... Los observo y todavía siento el tacto en mis manos de sus superficies templadas, metálicas y plásticas, los relieves líquidos de las sucesivas capas de pintura aunque haga más de treinta años que no son mi montura.
Siguen los ojos de Darío abiertos, en ellos se reflejan los caballitos al pasar. Continuamos avanzando y voy contemplando toda la feria en sus ojos.

16 de Febrero Llevo varios días exponiéndole a ella que voy a cambiar totalmente, que me gustaría escribir un best seller, que qué más me da a mí. Todos apuntan que están muy mal escritos y, además, veo que sus autores son totalmente desconocidos. De dónde los sacan le pregunto, acaso se leen en las editoriales los manuscritos y les llaman. Qué más quisiera yo, me digo, que ser riquísimo, reconocido y denostado por cuatro fracasados. Como ella ha leído algunos best sellers me indica que lo importante es que te enganchen, yo le contesto que eso son cuatro reglas estereotipadas que se llevan haciendo en literatura desde que el mundo es mundo.
Por la noche vemos uno de los últimos episodios de Los gozos y las sombras y claro quedamos un poco apasionados por lo que tiene de culebrón. Al acostarnos, con voz meliflua, en el momento de más intimidad, le pregunto: “¿Tú crees que podré yo algún día escribir algo así?”. Ella, con toda seguridad y de forma espontánea contesta: “No... tú no tienes imaginación...”. Enseguida me enfado y no me valen observaciones, no caben.
Al día siguiente intenta explicarme que lo que quería decir es que yo no tengo imaginación para hacer una historia con personajes a los que les pasan cosas mundanas, es decir, como es la realidad, con amor, desamor, odio... que yo siempre tengo que hacer literatura como muy intelectualizada. Yo protesto pues, precisamente, copiar la realidad no es ser imaginativo sino revolcar lo que pasa y reordenarlo. No sé por qué se pone a hablar de Víctor Hugo, de Alejandro Dumas y de que yo no haría un Conde de Montecristo sino uno que le da vueltas a no sé qué en su cabeza. Vuelvo a protestar, pues precisamente el Conde de Montecristo es uno que se reconcome y está en una celda inmunda, a lo que ella responde que ya, pero que yo sólo narraría el tiempo que se pasa en la celda.
Después del último episodio hay otra entrevista a Torrente Ballester con las misma preguntas. Reinciden con lo de que le llegó el triunfo tarde. Ella lo aprovecha y musita, ya en la cama: “Ves... él también se encontró con problemas, tardó mucho en triunfar, no le llegó el reconocimiento hasta los tantosmil años. “Ya -le digo yo- pero él se encontró con el rechazo de algunos críticos y el ninguneo, no con que su propia mujer le dijera que no haría nunca una gran novela porque no tenía imaginación.”

15 de Febrero Paso junto a un edificio con balcones ornados de molduras neobarrocas y madreselvas. En uno de ellos una mujer ya vieja y, a lo que parece, deficiente, arropada en una bata fucsia que contrasta con el verde viejo de la enramada, mira a un lado y otro de la calle. A uno un viaducto y, en su fondo, los restos de la estepa castellana, al otro la ciudad contemporánea, muy cuca, de diseño, por la que, a buen seguro, casi nada transita. Pienso, mientras paso, en esa vida deficiente y me resulta de alguna forma confortable, esa pequeñez de su posible achata el mundo entero, lo despeja de sus complejidades, de sus deseos devengados sin remedio en ansiedades. ¿Cómo habrán sido sus lustros mirando, desde una cabeza deficiente, los dos extremos de una calle, de una ciudad, de un mundo deficientes?

14 de Febrero En una entrevista que Raúl Herrero hace a Fernando Arrabal, este último comenta que, estando en París, le preguntó a Buñuel si iban a visitar a Picasso porque decían que se aburría. El cineasta le respondió que no porque igual les enseñaba sus cuadros. En un primer momento uno se deja llevar por el chascarrillo, la humorada que hace percibir a Picasso como un pesado, una de esas conciencias plásticas que se vuelven losas; pero a mí me conmueve otro detalle, que Picasso se aburriera, que Picasso, con todo lo Picasso que era, fuera objeto de alguna compasión. A fin de cuentas, su vida, la de un bohemio más, no debía constar de otra cosa más que un ir y venir del estudio al café, de una amante a otra, entre las cuales, sólo distaban tres o cuatro calles de París.

13 de Febrero Caminando por los arrabales, un poco más allá del cementerio de esta ciudad de destierro, veo una nave con algunos muebles antiguos, un espejo inmenso aureolado de rayos de caoba y muchos biombos, pintados a mano, con torpeza pero con profusión.
La vigilante me deja entrar de mala gana. Me observa con el ceño fruncido y me persigue entre los trastos. El sol de la mañana penetra hasta el fondo del hangar. A los pocos minutos se va hacia mí y, desde lejos, me grita con insolente tuteo: “¿Qué quieres?” Le digo que echar un vistazo pensando en que nada le importan a ella mis comercios con las cenizas del tiempo.
Como no todo eran antigüedades añado: “Estos muebles son de segunda mano, ¿no...?”. “No”. Me contesta insolente. “¿Son acaso nuevos?”. Respondo. “Sí”. Dice la muy truana y se va a internarse en la quincalla.
Al salir compruebo el cartel de tan insólito lugar y veo que se trata del mercadillo de unos antiguos drogadictos.

12 de Febrero Era una tarde de invierno, un domingo, quizá de un febrero como este, sentados un tanto resacosos, como siempre, en el café del corrillo, uno de los sitios más interesantes de aquel entonces en la ciudad de la rana en la calavera, vimos salir del sótano a uno de los músicos de jazz, un hombre negro de casi dos metros, delgado, con un pequeño turbante de tela negra, más bien era un pañuelo anudado al cráneo. El Trol me comentó que tenía un nombre árabe pero que debía ser de Nueva Orleáns. Para mayor contraste recuerdo que se acercó a la barra y pidió un pincho de tortilla española. En eso me di cuenta de que, codo con codo, en la mesa de al lado, tenía a Julio Llamazares jugando una partida de ajedrez. Como hacía poco que yo había sacado un artículo sobre su poesía se lo comenté, bastante emocionado, al Trol que me retó a que le hablase. A cambio me ofrecía que él hablaría a una muchacha nórdica que por allí andaba. Venciendo mi natural retraimiento le hablé. Después de dos meses me escribió agradeciéndome el artículo que le parecía magníficamente escrito. El Trol habló a la muchacha nórdica, por unos segundos. A ella no le pareció mal, pero no tuvo más trascendencia.
En toda nuestra adolescencia Julio Llamazares fue un personaje admirado, más siendo de nuestra ciudad, todos sabían de él aunque no leyeran libros. Ahora llega el del ovni (leo en una entrevista en e-norte) y arremete contra él, sólo porque, en el País, con toda razón, se mofó de la imbecilidad de que la terremoto -esa humorista sin gracia- fuera contratada para explicar los cuadros del ovni. Dice de Llamazares cosas que no se deberían decir de nadie, ni aunque fueran ciertas.

11 de Febrero En unas noches insomnes de verano, hará dos o tres años, me topé con algunos capítulos sueltos de la reposición de Los gozos y las sombras. Me fascinó esa ambientación costumbrista y psicológica: La lluvia impenitente, esos pazos decadentes, la sociedad tan estereotipada, la España de principios de siglo, un tiempo tan ido pero a la vez con tantas ganas de ser vivido por su personajes... A raíz de eso, tiempo después, nos fuimos unos días a un pazo que no tenía nada que ver con esos; estaba en la vía sacra, contaba con capilla, biblioteca y fantasma, pero era otra galicia. Descubrí, eso sí, un mundo que había sido poblado de eremitas, con bajo bosque donde perderse, y un monasterio sobrecogedor que aún me aterra, con tumbas antropomórficas excavadas en la roca donde los restos de la lluvia reflejaban el cielo.
Luego busqué el libro, sólo encontraba un volumen y la pereza... Al fin me hice regalar los dvd hace poco. Resulta que añaden una entrevista a Gonzalo Torrente Ballester en la que se pasa una hora alabándose y dándose la razón, denostando a aquellos críticos que habían entorpecido su éxito. Pensé, en el momento, que había mucho del cacique en el bueno de Don Gonzalo, de ese Don Cayetano que tenía derecho de pernada y que me da vergüenza ajena. También me producía bastante vergüenza ajena Torrente mientras veía la entrevista, ese deseo por darse la razón a los 74 años. Exactamente igual que mi padre muchas veces. No sé, seguramente todos llevaremos colgando la necesidad de ver que teníamos razón. Pero yo me había hecho otra imagen del anciano escritor. Lo vi dos o tres veces, caminando por la ciudad de la rana en la calavera, con gabardina en plena primavera y en alguna conferencia.
Yo pensaba: “Caramba con el viejito”. Sobre todo en la escena en la que Carlos Deza le regala a Clara Aldán una cama para poder dormir sola y masturbarse.
Cuenta, eso sí, una cosa impresionante para un docente, que él ganó la cátedra de instituto en el año 40 y que, con aquel sueldo, se pagaba el mejor piso de Santiago y dos criadas. 40 años después, al jubilarse, el estado había cambiado las condiciones del acuerdo unilateralmente de manera que trabajaba más del doble y de lujos nada.

10 de Febrero Vamos a inaugurar su nuevo apartamento en una torre desde la que se divisa absolutamente toda la ciudad. Esa zona está construida sobre el antiguo cementerio judío que, en un monolito, agradecen haber recibido los habitantes de la urbe justo antes de ser expulsados los sefardíes. Mires por donde mires te encuentras con el cielo. El piso había pertenecido a una anciana enfermera que ahora habitaba en un asilo.
A última hora me comentan que las sobrinas arramplaron con todo menos con la biblioteca de la vieja señora que amaneció arrumbada en la buhardilla. Pido que vayamos a echarle un vistazo. Hay muchísimo de Don Pío Baroja, no sé si por mero vasquismo; algún libro insólito para mí como uno que trata ya en su título del dandismo, sabiendo que solía Don Pío andar en alpargatas por Madrid. Shakespeares, y, al fin, al azar, una historia de los filósofos más ilustres de Diógenes Laercio, el tomo I, en edición bastante vieja; se lo encarezco añadiendo que contiene las excentricidades del otro Diógenes, el del barril, el onanista del ágora, no sin sentir deseos de apropiármelo de mala manera. ¡Quién se lo iba a decir a ambos diógenes, que sus letras y su historia acabaran a más de 20 pisos de altura sobre las almas desahuciadas de los judíos errantes!

9 de Febrero Es fascinante como se pasa en esta pequeña ciudad del progreso a la miseria. En menos de diez minutos uno pasa de caminar entre bloques de viviendas confortables a callejas inmundas, en descomposición, al otro lado del río. Todavía en el puente no notas nada, aunque ya ves el tránsito de gente desigual. Te cruzas con personajes alumbrados por un foco de sombra. Callejeamos por la margen derecha del Ebro. Todo allí pierde sus atributos y cobra los del pasado, los de la neutralidad de la ruina, sobre la que ya no trabaja el orden humano contra el tiempo sino el propio tiempo rebajando, poco a poco, el contraste con la naturaleza; la huella de un viento que desencajó una ventana o desquició una puerta.
De pronto una imponente edificación abandonada. Muros desconchados, balcones y puertas abiertas a una oscuridad que parece de materia mental. Girando en derredor observamos que la vivienda está adosada a una capilla gótica. En medio de un vano, entre los contrafuertes ennegrecidos, un balcón miserable, en los bajos una oxidada persiana metálica, como si una población de parásitos hubiera invadido aquel edificio simbólico. Acaso la misma Iglesia habría despojado a la edificación de su sacralidad y sólo quedaban las moles de piedras sin espíritu de las que aprovechar su rotunda firmeza. Ya ni eso. Las madrigueras de los parásitos parecen deshabitadas también. Ni los vagabundos se adentraban en su interior, acaso alguna divinidad esquiva encarnada en un gato la transita.

8 de Febrero Asuán es un lugar impresionante, creo que tiene algo de excitación sexual, es como si el deseo de vida saltase dentro de ti. Muchas veces me acuerdo de ese sitio, cuando tengo sensaciones de lugar y de clima. Es un lugar donde convive el agua con la vegetación y con el desierto. Ese viento brutal sobre la superficie de una masa de agua como el Nilo, el borde verde, exuberante, los juncos, las palmeras, y, sobre ello, a simple vista, un poco más allá, el desierto, la arena ardiendo al mismo tiempo. Qué otro paraíso sino aquel donde tienes agua y jamás lloverá. Casi todo el alto Nilo es así: agua, vegetación y desierto, la quintaesencia del paisaje metafísico. Uno puede imaginar a los primeros hombres descubriendo eso, decidiendo que ese sería el paraíso.

7 de Febrero Bajamos del barco. Mubarak, al ser sirio, conocía el árabe y se puso a regatear con un barquero. Mientras, nosotros esperábamos en la orilla bajo el oro del atardecer. Al fin llegaron a un trato y saltamos a la faluca. En el extremo, a la derecha de la proa, en cuclillas y cubierto por una chilaba blanca el nubio comenzó a hacer girar la vela. En pocos minutos estábamos en el centro del Nilo y un fuerte viento suavizaba la torridez del crepúsculo de Asuán. El nubio era extremadamente delgado, alto, con la cabeza pequeña y alargada, piel negra y ojos azules. No nos miraba ni hablaba con nosotros. En un momento dado cogió un recipiente y alargó la mano hasta la superficie del agua y lo llenó para después tomar un largo trago del mítico río. Desembarcamos en la isla elefantina y enseguida estábamos a las puertas de un museo que parecía abandonado. Al poco aparecieron seis o siete hombres mal coordinados que se desvivían por atendernos. Pedí agua y varios de ellos salieron por lugares diferentes a por ella internándose en la maleza. El museo estaba polvoriento y en cada sala una ola de calor rancio nos aplastaba. Al menos contaba con cien años y tenía toda la pinta de no haber recibido visitantes en mucho tiempo. Un hombre delgado y vestido a la occidental, con varias décadas de desfase en la moda, me hacía gestos desde detrás de una vitrina. Me acerqué a él y me arrinconó entre el cristal y una pared. Luego me forzó las rodillas hasta que logró que las flexionase y, una vez así, golpeó con el índice el vidrio que quedaba frente a mi rostro. Tras él un agujero en un sarcófago de piedra dejaba ver un mechón blanquecino, rubio u ocre, pegado a una superficie similar a una cáscara de huevo. Después de unos segundos el hombre me miró a la cara y esbozó una sonrisa seguida de un gesto de respeto mientras pronunciaba la palabra momia. Me enderecé y él se miró la mano haciendo un gesto como de quien cuenta monedas o billetes. Saqué una libras egipcias y, de entre ellas, escogí el billete más carcomido, uno que parecía estar mordido por ratones y se lo di.

6 de Febrero Juega otra vez el verano a colarse en el corazón del invierno. Huele a primavera. El sol enciende el cemento que cubre todo lo que abarca mi vista. De pronto, como un capricho formal, una lagartija que traza perfectas curvas sobre la pared, una geometría más perfecta que la que alguien ha dejado dibujada en la pizarra. Tenía que ser así siempre el invierno aquí, en un país del sur como el nuestro. De dónde tanto temor al efecto invernadero. ¡Cuántos lugares hay cálidos y siguen ahí, tan felices! Creémos que debemos pasar frío para ser ricos, como si los antiguos egipcios no hubieran sido ricos sin padecerlo. Tal vez la primavera ha estallado en pleno febrero pues levanto la mirada desde estas letras y sorprendo a una alumna de las más tímidas lanzando una cartita a uno de los alumnos más tímidos.
5 de Febrero Como en el cuento de Kafka, como ninguno de los dos teníamos que estar ahí, un lunes, en casa y no en el destierro, pasamos uno frente al otro sin reconocernos. A los pocos pasos tanto él como yo nos volvimos: "He pedido el día para ir al médico –me dijo-. Por cierto, ¿has visto la exposición del enésimo museo que han inaugurado? Vengo de allí. ¿Cómo no estás tú?... Si está todo quisqui... Bueno, hay un legado de Díaz-Caneja que más bien es un legadito. Treinta o cuarenta cuadros muy pequeños, todos iguales, con formas más o menos apasteladas... Pero eso no es lo peor... Cuanto más se acerca el arte a nuestros contemporáneos menos lo entiendo. El tema general es el paisaje. Hay algunas pinturas viejas que comprendes por qué se han realizado pero luego te encuentras en el patio con una bola de piedra, un montón de cantos rodados, unos cascotes y es que te da la risa... Yo sé que casi todos son conocidos o amigos tuyos pero eso es una estupidez general..."
4 de Febrero
3 de Febrero
2 de Febrero
1 de Febrero No sé por qué acabo contándole a mi jefe mis incursiones adolescentes en las academias de pintura.
Yo pensaba que debía formar mi incipiente vocación pictórica y recaí en un piso antiguo colapsado por señoras de abultados peinados que se hacía subir el café a media tarde con rosquillas. Su táctica era venderte mil y un tubitos de óleo de los colores más exóticos, -amarillo nápoles, tierra siena tostada, bermellón- y ponerte a copiar láminas en pequeños lienzos. Como yo iba por otros derroteros me rebelé a las primeras de cambio y protesté arguyendo que yo sabía que con los tres colores primarios se hacían todos los demás. Pues fui llamado por la anciana regente de la academia que, muy seria, con voz cavernosa de fumadora sauria, me explicó que ella había ido una vez de visita a la escuela de Bellas Artes de Madrid y había comprobado que, incluso allí, se compraban los tubitos a mansalva. Hube de claudicar. Por si fuera poco aparecieron una chicas, feúchas y excitadas, que resultaron ser alumnas de una hermana mía y se enamoraron de mí. Insistían en tener conversaciones mientras yo intentaba acceder a los secretos más secretos de la pintura. El caso es que tenían, en aquel gineceo decadente, mil y una triquiñuelas para sacarte los cuarto además de burlarse de mis ínfulas artísticas. Una hija de la dueña se mofaba de mí y la madre la amonestaba no con argumentos sobre la verdad del arte sino con una rotunda misoginia. “No te fíes de las mujeres, son lo peor que hay, -me indicaba”. Mientras su propia hija decaía en sus befas y quedaba contrita. Apenas duré una primavera en aquella covacha y no volví después del verano, perdiendo el ingreso que, en concepto de matrícula vitalicia, me había visto obligado a abonar.
Cuando ya era un joven retorné al mundillo de las academias porque veía urgente el prepararme para el examen de ingreso en la Facultad de Bellas Artes. Todo el mundo me rechazaba. Les venía grande la misión de instruirme para tan alto lance. Nadie se veía con los conocimientos necesarios y se decían a sí mismos: “ ¿Alguien que sepa dibujar...? “ Y entonces pensaba yo: “...o sea que estos no saben y tienen una academia...” . Recalé al fin en otro antro donde un rizoso personaje nos desplumaba mientras charlaba de espiritismo con quien peregrinaba a escucharle. Su ego era grandísimo e incomprensible en un hombre de tan escaso talento. Apenas nunca se pasaba a ver tu dibujo. Allí descubrí lo que sería norma en todas las enseñanzas artísticas que me topé, que nadie te hacía ni caso.