16 de Julio Estaba al otro lado del semáforo y en cuanto este se puso en verde salió caminando trabajosamente con una muleta en el brazo derecho. Avanzaba con dificultad, como si no supiera muy bien cómo se sacaba rendimiento a esa tercera pierna. Yo le miraba fijamente porque uno de sus puños había golpeado mi mandíbula hará casi 25 años y aún no he podido olvidarlo. No sé si me reconoció pero me dedicó una torva mirada con el ceño fruncido.
Lin sigue igual que hace casi 25 años. Rubio, de ojos azules, casi enano, de complexión primitiva, ancho de hombros y, dentro de toda su claridad rubicunda, esos rasgos mongólicos.
Residía al final de nuestro barrio, en unas casitas residuales, entre la chabola y la casa de pueblo, con su abuela y un montón de hermanas que parecían retrasadas.
Todo transcurrió al comienzo de una aburrida tarde de verano . Algunos de mi barrio y otros del suyo charlábamos relajadamente sobre quién resultaría vencedor de hipotéticas peleas, pero sin beligerancia, por hablar de algo. En eso apareció él, surgido como un cromañón desde la penumbra de su casita deprimente. Sus amigos lo presentaron como a un Aquiles suburbial invencible. Y a lo tonto este se vio retado y empujó a un amigo mío y yo, sin saber todavía hoy por qué, en un claro impulso suicida, camicace, nihilista, empujé al Aquiles quien, antes de finalizar el trayecto provocado por mi acometida, ya había estampado su puño de piedra en mi quijada. Se me alteró la respiración como si hubiera corrido los cien metros lisos en tiempo récord y una inusitada verborrea absurda me llevó a mantener una defensa sofista de mi amigo al margen de que el que casi estaba totalmente abatido era yo. El otro, Lin, el austrolopitecus quedó también paralizado.
Durante todo el tiempo en que tuve la dureza cicatrizando por debajo de la piel en la mandíbula les invitaba a mis amiguitos a que la tocaran, con orgullo la exhibía como una cicatriz de guerra.
En estos casi 25 años le habré visto unas seis o siete veces que recuerde. En cierta ocasión le vislumbré encaramado a un balcón de la calle matasiete, pensé en que se hubieran trasladado a ella. Una noche, mientras estábamos sentados en una terraza de la plaza mayor, vimos salir precisamente, rodando, por la pendiente de esta pequeñísima calle, la silla de ruedas con la abuela y sin tripulante derrapando al final y derramándose la anciana de costado con los cabellos blancos al aire de su vuelo, sin gobierno, envuelta en la llama negra de sus ropas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario