Bruno Marcos

2 de Marzo Hay que ver el mobiliario urbano. Nadie lo encuentra tan cómodo como los indigentes contemporáneos. ¿Habría, nuestro querido Diógenes, cambiado su barril por estas sillas y sofás de madera y aluminio que coloca cualquier alcalde artistizante? Van dos veces que veo al mismo vagabundo junto a la casa de mis padres, en lo que debían ser, según el edil, unos miradores a la catedral. Y el caso es que el indigente me mira con descaro más que mirar a la catedral. Yo le miro a él también, claro está, mientras empujo de ese extraño ser que formamos trinitariamente, un algo mecánico que es el cochecito, un algo humano que soy yo y un algo divino que es Darío. Precisamente esas categorías del ser coinciden con nuestra actividad. El ser mecánico transforma mi fuerza física para aliviar al humano que hay en mí que así puede contemplar, a ratos, a la divinidad al tiempo que vigila el entorno y empuja. Sin embargo, el ser divino, el bebé, solamente se dedica a lo contemplativo. Contempla el mundo, el cielo, incluso a mí; pero, al pasar junto a la catedral, ni se inmuta, le es indiferente esa mole de piedra convertida en belleza indeleble. Le pasa como al indigente que se sienta en los miradores de la catedral para mirar a la gente pasar. A ver cuando expresamos públicamente nuestros deseos todos aquellos que queremos demoler, destruir la catedral, esa presencia insoportable, tan bella, tan estática y grácil, como jugando siempre con el viento y las nubes y apuntando a Dios.
No me extraña que el Genarín, el santo bebedor, intentase vendérsela a un americano.

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